Boris Izaguirre, finalista del Premio Planeta 2007 con ‘Villa Diamante’, dedica a Félix B. Caignet su nueva novela, ‘Y de repente fue ayer’ (Planeta), que se publica en abril.
Félix B. Caignet fue un visionario. El primero en enganchar al público a un serial de radio. En los cincuenta saltó a la tele: todo el mundo de habla hispana vibró con su telenovela.
BORIS IZAGUIRRE
Tomado de El País
Félix B. Caignet empezó su carrera como compositor de boleros, de danzones y de representaciones musicales de un país, Cuba, propenso al ritmo, el baile y el verbo colorido. Aterrizó en la radio muy joven y creó uno de los clásicos de la narración radiofónica, el serial para niños, una fórmula reproducida hasta hoy.
Su Buenas tardes, muchachitos inició una carrera muy influyente en toda Latinoamérica. En esos programas, Caignet descubrió un juego de campanillas que empleaba para anunciar a los oyentes que la emisión se acercaba a su fin. Pero un segundo redoble de esas campanillas confirmaba la continuación, al día siguiente. El sistema creó la primera fidelidad a un serial radiofónico.
“Caignet mezcló los ingredientes de los seriales policiales con un fondo sentimental. Había nacido la radionovela”
“Caignet mezcló los ingredientes de los seriales policiales con un fondo sentimental. Había nacido la radionovela”
“El fenómeno de la televisión coincidió con varias dictaduras en los países que abrazaban por igual el medio y la telenovela”
Su siguiente éxito fue el serial policíaco, que jugaba ya con elementos dramáticos que anunciaban el aterrizaje de su género por excelencia, la radionovela. Ese serial policíaco, creado en 1934, tenía como protagonista a un detective chino y peculiar, Chan Li po, y uno de sus casos más célebres fue La serpiente roja. La radio no tenía secretos para Caignet: si las campanillas fueron continuidad en la serie juvenil, la voz de un narrador fue un hallazgo en los policiales.
En 1947, Caignet tuvo una idea genial. Mezclar ingredientes, pero añadiéndole a la aventura un fondo sentimental. Y que éste encerrara un elemento que atrapara a los oyentes.
Cuba ha sido tradicionalmente una tierra caliente y con una población de hijos criados por madres solteras. No era un tema fácil de plantear en una emisión radiofónica, pero Caignet pensó primero el título, El derecho de nacer, y luego, en una de sus grandes máximas: “Hay que hacer llorar al oyente una lágrima en cada final”. Así nació la radionovela, que luego el mismo Caignet reconocería inspirada en las narraciones que contadoras de historias hacían en las fábricas de tabaco de La Habana.
La novedad de El derecho de nacer es la incorporación de la protagonista, una mujer joven de origen humilde que es engañada por un caballero de clase superior, queda embarazada y acude a un médico para eliminar la huella de ese amor. Pero el doctor la convence para que tenga a su hijo y lo deje en manos de una cuidadora.
Años más tarde, transformada en una triunfadora, la mujer regresa a buscar a ese hijo y ese amor del pasado, exponiéndose a un sinfín de tropelías y falsas realidades que garantizaban el redoblar de campanillas de un interminable continuará… El impacto de El derecho de nacer fue absoluto en todo el mundo de habla española, incluida España.
Siempre me resultó llamativo que el personaje de la madre que cría al hijo abandonado se suponía que era una negra, de nombre Mama Dolores (Caignet era él mismo hijo de una esclava). Mama Dolores fue, precisamente, uno de los pilares del éxito de la emisión, porque por primera vez se escuchaba hablar a una negra con las inflexiones propias de esa raza, bastante denostada en la Cuba de entonces.
Cuba fue el primer país del Caribe en tener televisión, en 1950, y en 1956 llegó el color. Caignet fue invitado a trasladar su éxito lacrimógeno a la pequeña pantalla sin alterar ninguno de sus ingredientes: la trama antiabortista, la mujer engañada por el caballero de clase superior, el triunfo que permite a esa mujer regresar a buscar los trozos de su corazón, y la red de secretos que protege la maldad e hipocresía de quienes le hicieron daño. La gran sorpresa fue ver a Mama Dolores.
Es uno de los puntos más divertidos y veraces de mi ficción. Seguía siendo negra, pero la interpretaba, tanto en Cuba como en Venezuela y desde luego en Argentina, una actriz blanca.
A medida que los países de la región adoptaban la televisión, El derecho de nacer fue el programa más importante de su oferta. México lideró el camino, adaptándolo al cine en el mismo año 1950. Momento en el que entró en escena Jorge Mistral, actor nacido en Valencia, que fue uno de los grandes galanes de la época dorada del cine mexicano. A esa interpretación se le debe el estereotipo del protagonista de la telenovela: hombre apuesto, proclive a la tormenta interior, inflexible en sus principios, pero susceptible a las maquinaciones del destino. Y Mama Dolores fue importada del serial cubano, Lupe Suárez, la única actriz capaz de convertirse en la negra más amada del continente.
A medida que los países de la región adoptaban la televisión, El derecho de nacer fue el programa más importante de su oferta. México lideró el camino, adaptándolo al cine en el mismo año 1950. Momento en el que entró en escena Jorge Mistral, actor nacido en Valencia, que fue uno de los grandes galanes de la época dorada del cine mexicano. A esa interpretación se le debe el estereotipo del protagonista de la telenovela: hombre apuesto, proclive a la tormenta interior, inflexible en sus principios, pero susceptible a las maquinaciones del destino. Y Mama Dolores fue importada del serial cubano, Lupe Suárez, la única actriz capaz de convertirse en la negra más amada del continente.
Caignet creó también su propio equipo de colaboradores, de donde surgirían sus máximas herederas, Delia Fiallo e Inés Rodena. Todo este fenómeno coincidía con varias dictaduras en los países que abrazaban tanto el medio como la telenovela. En Argentina, Perón diseñaba los cimientos de un populismo que todavía hoy encuentra adeptos en el chavismo, Evo Morales y hasta el propio sandinismo. En Santo Domingo, Trujillo se perfumaba, vestía como Napoleón y asesinaba hasta a miembros de su familia. En Venezuela, Pérez Jiménez construía Caracas con una visión totalitaria, pero dirigida al futuro. España entraba en una segunda década bajo el franquismo. Y en Cuba, Batista mantenía un reinado de terror, con su policía secreta, el temido Servicio de Inteligencia Militar (SIM), una de las más sanguinarias y violentas de la época. Todo tipo de demostraciones corruptas que dejaron como herencia una estética, tanto personal como urbanística, hoy fascinante y decadente.
Que todos esos regímenes tuvieran en común una historia de amor, radiada o televisada, era demasiada tentación para un autor. La telenovela, tan reaccionaria, moralista, como también populista y prometedora de paraísos imposibles, tenía mucho más poder y recorrido que los autoritarismos de su época y los de hoy.
En 1959, hace 50 años, Castro triunfó con su Revolución, que se hizo definitiva cuando Batista escapó de su isla a bordo de un avión de sus Fuerzas Armadas. El derecho de nacer continuó emitiéndose, su expansión por el continente también. Y el mismo Caignet abrazó la Revolución, entendiéndola como otra demostración de la capacidad de influencia de Cuba en su área. Castro y el Che generaban un magnetismo que cegaba a intelectuales como Sartre, escritores como Hemingway y estrellas díscolas como Eroll Flynn, cuya última película se tituló Una rebelde cubana.
‘El derecho de nacer’ conservó sus espectadores, pero el género empezó a despedir sus aromas rancios. La idea de una protagonista pobre y sometida por un sistema feudal chocaba con las propuestas reformistas de la Revolución. Aun así, ésta recibió encantada la solidaridad del padre de la telenovela, de la misma manera que les hacia gracia que el gran cantante Bola de Nieve se abrazara a Fidel y exclamara: “Aquí estoy, del brazo de la Historia”.
En 1961, un grupo de opositores castristas radicados en la cercana Miami idearon una invasión luego apoyada por la CIA. La infausta idea pasó a la historia como el frustrado ataque de la bahía Cochinos. Una de sus secuelas fue el deterioro de las relaciones con Estados Unidos, y muchos de los actores, técnicos y productores de la televisión cubana prefirieron abandonar la isla y llevarse con ellos los instrumentos para desarrollar más telenovelas. Persistente, como sus protagonistas, Caignet no se movió de Cuba. Casi legendario fuera de Cuba, en la isla vivía como un fantasma de una época despreciable. Murió en 1976 en su fastuosa casa de Los Pinos, al norte de la Habana, con casi nulo reconocimiento oficial. Por esa fecha la Revolución empezaba a incomodar hasta a sus mejores defensores. El tristemente célebre juicio a Herberto Padilla, cinco años antes, un escritor acusado de actividades antirrevolucionarias, sentenciado a delatar a compañeros, creó una sensación de traición entre muchos de los intelectuales que habían recibido a Castro y su Revolución como máximo evento histórico.
En abril de 1980, más de 10.000 cubanos asaltaron la Embajada de Perú buscando asilo político. Una de sus consecuencias fue que el Gobierno cubano permitió la salida de la isla de alrededor de 125.000 de sus ciudadanos, que partieron del puerto de Mariel. Se les conoció en el mundo como “los marielitos”, y las imágenes de hacinamiento, supervivencia y exilio dieron la vuelta al mundo y acabaron con la corriente positiva que existía hacia el régimen de Castro.
Curiosamente, ese mismo año y a lo largo de esa década, El derecho de nacer fue revisitado hasta la saciedad, y la telenovela alcanzó sus cuotas más altas de popularidad mundial. Unidos todos estos datos, investigadas las leyendas urbanas sobre la vida de Caignet y los pioneros de esa televisión latinoamericana, era imposible resistirse a escribir Y de repente fue ayer.
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