28 marzo, 2017

¡53 AÑOS! GRACIAS A LA VIDA QUE ELLOS ME DIERON

▪️CUANDO yo era un hijo de la inocencia y me perdía en los arrabales de mi pueblo, mi madre enloquecía cuando pasaban tres y cuatro horas y no regresaba a la casa. Ella dejaba todo lo que hacía y salía en mi búsqueda desenfrenada por todas partes. A la casa de los amigos, de los vecinos más cercanos, y nunca tenía la menor idea de cómo encontrarme. 

Entonces, cuando justamente llegaba mi papá después de todo un día de faenar en los almacenes del puerto y se zafaba de sus polainas, mi mamá en su desesperación compulsiva, le decía:
—Ay José, mira que hora es y tu hijo anda solo por ahí. 

A mi me asaltaba la curiosidad por todo lo que pasaba en aquella vida lúgubre de mi pueblo y por eso me perdía en el mundo interior de los almacenes o correteando sobre los vagones del ferrocarril junto a Pepito Turo, los hijos de Cirilo o de la comadre Matilde y con cuanto amigo tenía en aquel barrio callado, al pie de la misma vía férrea por donde cada día iban y venían los trenes con los embarques de azúcares desde Caibarién, mi pueblo costero en el norte centro de Cuba, a más de 400 kilómetros al este de La Habana.

Esa es una de las vivencias más gratas que yo guardo de mi niñez, siendo un hijo de la timidez todavía que acababa sus días más tiernos completamente embarrado y chorreando agua sucia por todo el cuerpo escuálido de un niño de siete años. Ese niño, irremediablemente era yo, Jesús Díaz Loyola.

Son recuerdos gratos de los años en que se me estiraba el cuerpo cuando mis padres me llevaban a la escuela y me daban un beso en la mejilla, y yo corría a formar fila junto a los demás chicos de mi aula en el matutino de cada día frente al busto de Martí, pintado de blanco entre  jardineras florecidas. Formábamos una ordenada fila, porque sino la maestra Angélica Caturla nos ponía de castigo y nos mandaba diez veces a escribir una oración.  

Cuando mi papá no podía llevarme a la escuela, porque tenía que madrugar para irse a los muelles, entonces les tocaba a los abuelos, Leonor y Juan Coronado que ya están con Dios. Me llevaban ellos, porque yo empezaba con la perreta de que me llevaran mis abuelitos. Ellos fueron, en realidad, los mejores veladores de mi enseñanza y de mis sueños cuando ya estaba en edad de aprender a leer y escribir y me dormía en sus piernas repasando las lecciones de cada día. 

En los encuentros con los amigos, cuando  no nos veíamos en la zona de los almacenes, nos íbamos a trepar las matas de mango en los patios colindantes de los vecinos, a buscar caimitillo en el solar o a jugar en las noches a darle 12 vueltas a la ceiba de la escuela, a ver si era verdad que nos salía un fantasma. 

Cuando me volvía a casa  con mi carga arrebatada de los frutales, saltaba de alegría bajo los aguaceros torrenciales de mayo que recibíamos como baños de felicidad. 
Una vez, con un saco de mangos a cuestas, traté de saltar una zanja cuando estaba llegando a mi casa frente al Cuartel de la Marina   —pudiendo pasar por el puentecillo— y caí despatarrado dentro del agua. Mientras más me empeñaba en salvar los mangos más me hundía en la zanja. 
Aquella caída —que considero como el primer accidente de mi niñez— además de provocarme una brecha lateral en mi rostro, por la que me dieron los tres puntos más terroríficos de mi vida, fue ocasionada por mi natural, irreprimible y afortunada vocación de querer hacerlo todo y de prisa. Pero en circunstancias como esas, siempre aparecía mi papá, como en los días en que mi mamá no daba con mi paradero en aquel pueblo. Aparecía mi papá, y yo no lloraba ni con el mayor de sus regaños, porque mi papá —que era alto, fuerte y benévolo con todos sus hijos— era también mi mejor amigo.

Yo le confesaba todo lo que hacía desde que tenía uso de razón y mi papá no me peleaba; al contrario, se reía cuando yo volvía hecho un guiñapo, pero volvía gracias a mi papá . 

Hoy todos esos recuerdos de infancia se amontonan en mi memoria, mucho más que la justa dimensión de los 53 años.

Por eso, desde este muro que es bien poco para lo que la entereza de los padres representa, rindo honor a los dos seres más extraordinarios que he conocido, los que me dieron la existencia con la que hoy toco los 53, uno más o uno menos en este viaje indefectible que es la vida y que solo a ellos agradezco.

Por eso, digo que padre no es solo el que da la vida, eso sería demasiado fácil, un padre es el ser que da el amor. Y si yo he llegado hasta hoy, ha sido gracias al amor que mis padres —Elisa y José— me dieron y, sobre todo, ese ímpetu de no rendirme nunca.

¡¡Gracias a la vida y todo el amor que me inculcaron, hoy comparto con todos mis 53!!

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