Orlando era callado y huidizo, pero alegre y bonachón, y no le importaba otra cosa que vivir en paz y unión. Y de vivir, le tocó en Cuba y su Cuba fue La Habana, pero las carencias de la vida pudieron más que él.
Orlando vivía en los bajos de mi casa, era mediano y robusto, negro como el ébano y de un gran corazón. La luz de su guarida, era la última que se apagaba cada noche.
Como todos los días, el dieciocho de octubre, Orlando, el negrito bueno de mi barrio, estaba sentado en la alcoba de mis padres en San Miguel del Padrón, hablando de los temas más intrascendentes, pero con esa gracia ocurrente de contarlos. Y como habitualmente hacía para seguir en pie, esa mañana se fue de médico, a ponerse la hemodiálisis que le contaba el paso a sus días.
Uno suponía lo que le iba a pasar un día. Era un enfermo renal, literalmente condenado, pero le tocó nacer en Cuba. Dicen en España que hoy nadie se muere de insuficiencia renal. Pero digo yo, a Orlando le tocó en Cuba, y cualquiera ya sabía lo que a él le iba a pasar. Y desgraciadamente, este octubre pasó.
Yo tenía catorce meses sin regresar a Cuba después de la muerte de mi padre por la fulminante enfermedad que se lo llevó, aún sin explicar. Para él, para mi viejo, Orlando fue como un amuleto hasta el final de su convalecencia.
Les había anunciado en casa volver pronto, sin embargo, la alegría de la noticia duró poco en mi barrio.
Les había anunciado en casa volver pronto, sin embargo, la alegría de la noticia duró poco en mi barrio.
En aquella rutinaria sesión que eran ya las hemodiálisis que le mantenían la vida, el negrito bueno de mi barrio se presentó vital y contento. Si hubiera sabido que de esa no salía, se lo habría pensado mejor, porque ese día, Orlando no regresó.
-Esto no es nada – decía antes de irse a hemodiálisis y su desgaste cada vez era mayor.
Orlando no sabía que ya iba a peor, aunque físicamente impusiera esa gran fortaleza suya. Ninguna cura pudo hacer nada en él.
La aplicaron la diálisis para inmunizarle la sangre frente a los efectos de la urea que eran su mal peor, pero como les decía, las carencias pudieron más y Orlando agonizó.
De Urgencias se lo llevaron, corpulento y bien fornido, brevemente vestido, de camiseta y pantalón, el negrito de las mil acciones con el barrio y la familia. A su lado estaba Aniuris como es el segundo nombre de mi hermana Leonor. Ninguna terapéutica pudo hacer nada por él, ni toda la voluntad de vivir que siempre le acompañó.
Desde La Habana me cuenta Leonor, uña y carne con Orlando, que estuvieron batallando los médicos mientras hubo vida en él. Estuvieron aplicándole cuanto recurso al alcance tenían. Lidiaron de mil maneras para salvarle la vida y que pudiera seguir andando al negrito de San Miguel, pero nada se pudo hacer: una hemorragia lo fulminó y Orlando, desgraciadamente sucumbió.
Con el amor que le tenía a la vida, me lo estoy imaginando en su hora final frente al médico que le tocó:
-Tu sales de esta, Orlando -susurró el galeno entonces, y en lo que ya quedaba de él, sus ojos le brillaron y sus ansias se apagaron. Aunque nadie lo quiso creer, fue así el desenlace que acabó en su muerte cruel.
Lo recuerdo con sosiego en una confundida Habana. Cada vez que Orlando se iba a la sesión de sus días, le ponía entereza y alegría, y a la casa siempre volvía sonriente y bonachón. Pero nada cambió aquel fatídico día, que otra vez tiñó de desgracia la Calle Sexta de San Miguel..
Antes de caer la noche cruenta que se lo llevó, nadie lo comprendió en los tiempos de la alta medicina. Un año antes, la muerte se llevó a mi padre cuando transitaba los setenta y siete, pero la vida fue cruel con Orlando que de los cuarenta no pasó. ¿Por qué? Eso solo lo sabe Dios.
Una hemorragia o las carencias, como quiera justficarse, pero así acabó la existencia de otro cubano bueno: Orlando Díaz Monteagudo, el negrito alegre de mi barrio que recordarán por mucho tiempo los vecinos de San Miguel.
De cierto modo aquel día, se fue tras de mi padre. Tal vez lo quiso así, sin importarle sus años. Orlando lo llamaba Lolo. Mi padre y él formaron una cofradía en la lucha tenaz que en el barrio los dos tuvieron por la vida.
-Vamos Lolo, que ya estás en pie –le decía Orlando cada mañana cuando le asomaba al día.
Ahora Orlando está con mi padre, su viejo amigo José. No sé si su muerte a los 40 tendrá alguna razón. Pero está claro que en otras circunstancias (Y todo el mundo conoce las de Cuba), la muerte de Orlando, tal vez, se habría evitado como muchas otras.
Nos hemos acordado todos, y nos acordaremos por mucho tiempo, del milhombres que se nos fue en el negrito de San Miguel, el que desandaba calle arriba y calle abajo como todo un ermitaño.
Orlando nunca se casó y mucho menos tuvo hijos, pero su ternura dejó en aquel barrio que casi lo engendró.
Todo el mundo lo sabe allá, y en mi casa más aun, que a cualquier reclamo del barrio, siempre acudía el bueno de Orlando, asomando su cabecita con una alegre sonrisa. Nunca hubo un mal semblante en él. "A mal tiempo, buena cara", repetía de cuando en vez, porque Orlando era así y nunca se le encendieron los ojos.
Desgraciadamente, el dieciocho de un octubre funesto, los cerró por última vez. Se le cerraron a un hombre bueno que no conoció mejor tiempo. Pero su tiempo que es el mío, sí lo conoció a él.
Lo recordaré de por vida, en una lucha constante por llenar el plato de cada día en una Habana de pobreza que no escapa a la agonía.
En un rincón de la urbe, no muy lejos del centro de la ciudad, está la marca precaria de la convivencia de Cuba y de otra vida que se esfumó. Orlando y mi padre, ahora están con Dios.
Leí tus notas sobre Orlando, muy sentidas, sin dudas. Me gustó lo que escribiste salvo una cosas: no creo que, en este caso, la causa de su fallecimiento se relacione con las carencias innegables de Cuba. Tuve un amigo que sufrió la insuficiencia renal crónica y conozco un poco de eso. El referido ciudadano murió a la postre después de años penando. De todas formas insisto en que tus apuntes están muy bien escritos. Saludos, Ruth
ResponderEliminarPobre del Orlando, imagino las que pasó. A mi padre lo dejaron morir y hubo una tremenda negligencia medica, que me dejó una espina en medio del corazon: Falta de todo en Cuba, hasta las canulas para coger la vena, y cuantas cosas no más, a mi que no me hagan cuento, que vivi tres meses metida en diferentes hospitales. Nadie está para nada, tengo muchos testimonios de cosas que sucedieron y más aún la familia que lo sufrió en carne propia.
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