Al final de uno de mis últimos viajes a Cuba y después de almorzar en La Habana ante la mirada atenta de mi padre, él, sollozante y con la voz rachada por la enfermedad terminal que lo extinguía, me dijo que, probablemente, sería la última vez que me vería, y que, aún así, siempre velaría por nosotros. Y en realidad, fue la última.
Hoy 22 de noviembre, José, mi padre, está cumpliendo 78 años, y aunque hace tres meses que no está entre nosotros, voy a almorzar con él, como casi siempre lo hacía en casa; y mientras esté tomando los frijoles que tanto nos gustaban, le diré en silencio que, de cierto modo, él y yo andaremos siempre juntos, con su savia y con su ejemplo, aunque siga llevándole la cuenta de sus años y de su ausencia.
Hoy 22 de noviembre, José, mi padre, está cumpliendo 78 años, y aunque hace tres meses que no está entre nosotros, voy a almorzar con él, como casi siempre lo hacía en casa; y mientras esté tomando los frijoles que tanto nos gustaban, le diré en silencio que, de cierto modo, él y yo andaremos siempre juntos, con su savia y con su ejemplo, aunque siga llevándole la cuenta de sus años y de su ausencia.
Sé que mi padre se hubiera conformado con llegar a los 80, pero le faltaban dos años largos con los que no pudo su dañada existencia. Lo voy a recordar siempre sin edad, con esa fuerza de energía vivificadora cuando también decía, un poco optimista, “yo salgo de esta”.
“Donde quiera que estés, te voy a tener presente en tus tiempos más adorables, cuando nos inculcabas fe y esperanza en el sentido del bien. Y como jamás la muerte se llevará todo el amor que derrochaste y que te tengo, hoy, aunque sin velas y sin cake, quiero volver a recordarte”.
Unos días después del funeral de mi padre, en el pasado verano, como en casi todos los viajes que hago a Cuba, fui a encontrarme en Santa Clara con los colegas y amigos que habrían crecido conmigo, cuando mi padre tenía sus años nuevos.
Con el recuerdo fijo en su candidez, cuando nosotros éramos unos obsesionados del periodismo provinciano, mientras brindábamos por el alma de mi padre ausente, Mercy, mi colega más cercana, puso en mis manos una carta y dijo: “Esto es para tu padre” .
Hoy quiero compartirla con todos, pero especialmente con mi viejo, para ignorar por un instante el soneto de Borges hecho epitafio cuando dice: Ya somos el olvido que seremos /El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán, y que es ahora, / todos los hombres, y que no veremos. Gracias, Mercy.
A Loyo. Por la muerte de su padre José, a quien conocí y traté, a quien como el mío y el de todos, le profesé respeto y admiración. Respeto por sus largos años y conversación agradable; admiración por su incansable andar sin temor a la distancia y sin miedo a los bultos: “Porque fue savia y fue tronco”.
Un padre sin edad en el tiempo;
de todas maneras,
semilla de semilla
Mercy Rodríguez
Tuvo los cabellos negros; luego, matiza
dos de blanco; más tarde, ente
ramente plateados, o su cabeza –ausente color- luzca ahora en las copas de los árboles un tono indefinido que el agua y la tierra se encargarán de convertir en naturaleza misma. En polvo del alma.
Me imagino que de domingo en domingo se puso su gabán y
zapatos carmelitas o negro, de dos tonos junto al blanco, aunque al fin decidiera elegir un extraño traje de jardín y césped punteado de flores y de pájaros.
Lo veo riendo. ¿Con firme dentadura? ¿Con dientes manchados por el tabaco? ¿Con encías donde apenas supervive un incisivo, o –por cuestiones de hombre presumido- treinta y dos piezas de sintético marfil?
De ahora en lo adelante han de salirse, con las noches y los días sucesivos, de su encaje en las quijadas huesudas para, como piedrecillas del río, dejarse pulir sin protestar hasta convertirse en arena.
De algún modo –digo, quizás- se haya ido tarareando una canción del Benny, Barbarito, Matamoros, y no tanto lamiéndose el dolor como pensamos. Por qué no, sin muchas despedidas, arrancó en el más absoluto de los silencios, o bailando una asteroide melodía sintetizada en acordes de algas y de peces, de caracolas y crustáceos, de marea alta, de chinchorro y sedal, de puerto y montacargas…
Lo sé. Ese hombre llamado José, sea cual sea el traje que llevara, el cabello –con o sin color- la vida que llevó, la muerte que descansó, fue savia y fue tronco.
De todas formas, vigoroso en la juventud, deseoso de tranquilidad y nostalgias en la media rueda al infinito incógnito –del final incógnito- seguirá andando preocupado por los hijos, pendiente de sus tribulaciones y felicidades.
De todas formas, ese hombre que fue vuestro padre (¿por qué escribo fue?) continuará sonriéndote, entregándote sus afectos, obligándote a obedecerle, brindándote consejos y experiencias, cuidándote y alimentándote eternamente, no importa desde que lugar. Y lo hará todo, sin descanso.
De todas formas, siempre le recordarás. Así que cada día, al levantarte, choca tus labios contra sus mejillas y agradécele la más mínima alegría. Porque al amor de hijo, y al amor de padre, le basta con un beso.
Te pido, amigo, que no le llores ni prendas para el viejo José el candil de las nostalgias.
De ese modo lo verás siempre desvistiendo las estrellas, poblando los jardines, llamando a los pájaros, susurrándole a la mar, aspirando el olor a puerto; tropezando con las piedrecillas de ríos y caminos, corriendo entre las nubes en busca de mejores e inexorables tiempos, siempre junto a ti.
Porque el amor más que las flores se entrega mejor en el silencio, que desde ahora será tu mejor confidente para que José te cuente maravillas, y tú le hagas el más fabuloso poema por todos los minutos de intercambio que quedaron pendientes.
Tú amiga y hermana,
Mercedes.
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