¡Sí, Comandante!
La
memoria
que
llevamos
dentro
Sobre su despacho del Palacio de la Revolución, en La Habana, había varias notas de mi autoría y un ejemplar del reportaje a toda página con que yo difundía la gran obra de masas que comenzaba a ser la construcción de la Plaza del Che Guevara en Santa Clara, hasta ese momento un tema anónimo.
Sin que mediara mayor preámbulo que los buenos días, nada más verle con la solidez de un veinteañero, cuando yo comenzaba a gatear en el arte de hacer noticias, le dije:
-¡Sí, Comandante!
En mi etapa de periodismo provinciano en Cuba, en la década de los ochenta, ya vivía la pasión desenfrenada por los grandes reportajes y gozaba el privilegio no menos deseado de tener siempre una exclusiva al alcance de la mano. La de Almeida en Santa Clara, fue una de ellas.
Mi ubicación en la vacante de periodista del Gobierno Provincial durante cuatro años (1982-1985), fue siempre una plaza deseada y hasta envidiada en la tándem de reporteros del mundo mediático, que seguía toda la información que fluía del gobierno.
-Yo dije que de esto no se publicara nada hasta que el Comandante en Jefe tuviera toda la información.
Me sobrecogí y sentí pudor.
-Son mis primeros años.
-No está mal, pero no debió publicarse...
Después de una larga charla a la manera del férreo orden cubano, el Comandante de la Revolución, uno de los pocos con ese rango, felicitó la crónica y mandó a servir café.
-No debió haberse publicado. No queríamos hasta que Fidel estuviera bien informado –sentenció y acto seguido comentó.
-Pero está bien escrito. Te felicito.
Hasta su muerte, ocurrida en el 11 de septiembre de 2009, Juan Almeida fue uno de los más cercanos condiscípulos de Fidel Castro en el medio siglo que dura la Revolución Cubana.
La
memoria
que
llevamos
dentro
Jesús Díaz Loyola (ATP)
-¿Lo escribiste tú? -me preguntó Juan Almeida Bosque, el tercer hombre de la Revolución Cubana, una mañana insospechada del verano de 1984.
Sobre su despacho del Palacio de la Revolución, en La Habana, había varias notas de mi autoría y un ejemplar del reportaje a toda página con que yo difundía la gran obra de masas que comenzaba a ser la construcción de la Plaza del Che Guevara en Santa Clara, hasta ese momento un tema anónimo.
Sin que mediara mayor preámbulo que los buenos días, nada más verle con la solidez de un veinteañero, cuando yo comenzaba a gatear en el arte de hacer noticias, le dije:
-¡Sí, Comandante!
En mi etapa de periodismo provinciano en Cuba, en la década de los ochenta, ya vivía la pasión desenfrenada por los grandes reportajes y gozaba el privilegio no menos deseado de tener siempre una exclusiva al alcance de la mano. La de Almeida en Santa Clara, fue una de ellas.
Mi ubicación en la vacante de periodista del Gobierno Provincial durante cuatro años (1982-1985), fue siempre una plaza deseada y hasta envidiada en la tándem de reporteros del mundo mediático, que seguía toda la información que fluía del gobierno.
“El periodista de los ministros”, me llamaban los colegas por esa manera costumbrista de reservarme siempre la exclusiva. En cambio, disfrutaba aquel placer inaudito de los “palos periodísticos” con el golpe de suerte de tener siempre la primicia de cada visita o acontecimiento importante en la provincia. La lista es larga.
Con Almeida, el tercer hombre de la Revolución, fallecido el pasado año, aquel encuentro fue el resultado de la osadía de querer publicarlo todo.
Sucedió que en una de esas visitas sorpresivas de la cúpula a provincia, y justamente cuando el monumento al Che estaba en los cimientos y era aún información reservada, pudo más mi olfato periodístico que la discreción gubernamental de publicarlo o no.
Contra toda orden previsible, lancé la noticia en el verano de aquel año y fue portada en el periódico Vanguardia. La presencia de Juan Almeida en el monumento al Che hizo que corriera como pólvora el notición de la gran plaza que ya se levantaba a la memoria del Guerrillero Heroico.
A los pocos días, Almeida me mandó a buscar. El primero que me dio el aviso fue Tomás Cárdenas García, entonces presidente del Gobierno Provincial. El propio Gobernador creó unas condiciones que hoy serían impensadas. Me dispuso su coche, un Lada 1600, de las últimas herencias soviéticas en Cuba, y que era un privilegio en los ochenta.
Con chofer incluido, de madrugada, porque Almeida nos recibiría hacia las 9:00 AM, emprendimos el viaje de 400 kilómetros hasta La Habana que consumimos en poco más de tres horas.
En pleno Palacio de la Revolución, en la urbe habanera, hubo que pasar varios controles de seguridad hasta llegar al tercer hombre de la Revolución Cubana.
Vestido con una guayabera impoluta, a la luz de una soleada mañana estuve ante el negro más célebre de la Revolución cubana.
Juan Almeida Bosque, un hombre de baja estatura que ya peinaba canas, me saludó raudo y locuaz, con una precisión que justificaba en él la grandeza incuestionable con que llevaba el tercer asiento del país.
-Buenos días, ¡Siéntese!
La conversación fluyó espontánea:
-¿Qué edad tienes?
-Veinte años.-Yo dije que de esto no se publicara nada hasta que el Comandante en Jefe tuviera toda la información.
Me sobrecogí y sentí pudor.
-¿Te gusta el periodismo?
-Son mis primeros años.
-No está mal, pero no debió publicarse...
Después de una larga charla a la manera del férreo orden cubano, el Comandante de la Revolución, uno de los pocos con ese rango, felicitó la crónica y mandó a servir café.
-No debió haberse publicado. No queríamos hasta que Fidel estuviera bien informado –sentenció y acto seguido comentó.
Hasta su muerte, ocurrida en el 11 de septiembre de 2009, Juan Almeida fue uno de los más cercanos condiscípulos de Fidel Castro en el medio siglo que dura la Revolución Cubana.
El Juan Almeida que conocí cuando con veinte años era un principiante en el oficio de la pluma, trasladaba el contraste y la actuación mordaz de todo dirigente revolucionario, no sólo ante a un desliz periodístico sino mayormente frente a la incompetencia burocrática que muchas veces afecta el curso de la vida diaria. Los periodistas cubanos que nos fogueamos a la sombra de la Revolución sabemos que esa exigencia primordial siempre ha sido así, y muchas veces una no mal intencionada noticia ha dado pie a profundos análisis y hasta destituciones.
Almeida, además de figura clave en la dirección de la Revolución, desde que se embarcó con Fidel en la expedición del Granma, era un poeta realista que a menudo publicaba sus trabajos en la revista Bohemia. Aunque su poesía no tuvo una amplia trascendencia dentro de la intelectualidad cubana, Almeida escribía y le gustaba hacerlo.
Su obra poética va íntimamente ligada al torrente de la Revolución cubana y como todos los incondicionales de La Habana, siempre miraba a Fidel más allá del ídolo insuperado hecho siempre para ganar.
Con Juan Almeida nació una de las consignas políticas cubanas que ha marcado la historia revolucionaria: "¡Aquí no se rinde nadie!",y que él mismo habría lanzado en momentos en que el "Che" Guevara fue herido, en una fuerza de ímpetu de combate para desafiar el intenso cerco tendido por las tropas oficiales a los expedicionarios del Granma que tomaron el poder de la isla en 1959.
La noticia que me llevó a su encuentro un día fortuito del verano de 1984, la revelación de su visita a Santa Clara y el anuncio de los trabajos de construcción de la plaza del Che, justificó en Juan Almeida la rectitud del revolucionario cuando le escamotean sus decisiones. En la médula de su expresividad y de su juicio, por encima de todo, estaba la franqueza de un gran dirigente.
La plaza del Che Guevara en Santa Clara, ciudad localizada al centro de Cuba, es hoy un sitio de grandes concentraciones con capacidad para decenas de miles de personas, y su mayor esplendor lo tiene el conjunto escultórico, obra del extinto artista cubano José Delarra. En su interior, descansan los restos mortales del Che y sus compañeros de lucha.
El pasado año, cuando Juan Almeida era ya un octogenario, un paro cardiorrespiratorio terminó con la existencia del histórico número tres de la Revolución cubana, dejando tras de sí una vida cabal a la vera de Fidel.
Uno de los Comandantes puntales de la Revolución, que destacó como miembro del Buró Político y vicepresidente del Consejo de Estado, murió en septiembre, en La Habana, y de él se guardará siempre la lección de grandeza de un albañil de raza negra que llegó a la cabecera de la Revolución.
Fidel le cambió su destino y Almeida estuvo a su lado hasta el final. De su gran guía dijo alguna vez: "A su lado nunca me sentí negro".
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