06 agosto, 2014

CRÓNICA PARA EL RECUERDO


VARIOS días antes de morirse, mi padre había estado soñando despierto, viajando por su pasado y acordándose de sus años vitales. Soñaba con el mar y con el campo,  y con su faceta de incansable luchador por la vida. Por eso digo que el personaje de mi vida, no puede ser otro que mi padre. (JDL)

  MI PADRE JOSÉ

    Mi niñez

                                                                        —I—

TAL PARECE que fue una premonición del destino. A mi suegro Ángel, le gustaba el mar. A mi padre José, también. Los dos abandonaron la existencia en meses de verano. Hace tres semanas que Ángel Martín está con Dios. Mi padre, sucumbió en Cuba, un día ingrato de agosto, hace ahora cuatro años.


    La madurez de la vida.

Voy a hacer lo que todos los días hacíamos mientras estuve junto a él. Hoy me voy a sentar con mi papá, pero lo voy hacer con esa dosis de felicidad que siempre trasladaba su presencia. Voy a escuchar a mi padre en sus consejos mas sanos con la energía vivificadora de sus años más tiernos.

Hace cuatro años que no está en este mundo. Hace mucho mas que yo me había marchado de su lado a emprenderme por la vida, y creo que he cumplido con mi padre.

Sin embargo, siempre le deberé esta confesión. Esta crónica es la imagen de la vida que él llevó, que llevamos los dos en el constante avatar que ha sido la convivencia cubana a lo largo de más de medio siglo, en el esencial empeño por luchar y salir adelante. 

Pero sucede que la lucha de mi padre se multiplicó al final de sus días. Nadie habría luchado tanto como él lo hizo por ganarle la batalla a la muerte y seguir viviendo. 

Por eso, siempre digo  que el personaje de mi vida, sin duda alguna, es y será siempre mi papá, el hombre y el amigo de las confidencias más íntimas, de las grandes discrepancias, los mejores consejos y los besos más tiernos.

Hay un gran mérito en mi papá que lo noté también en mi suegro, Ángel y lo he percibido en muchos padres buenos a lo largo de la vida: el amor y la constancia. 

Por eso no me importó convivir junto a él una etapa de carencias y vicisitudes en la isla. Cuando yo comenzaba a vivir mis ansias desaforadas por la profesión que me marcó: el periodismo, mi padre fortaleció mis afanes, siempre en el sentido de hacerme un hombre de bien. ¡Gracias, mi viejo!

No se me olvidan nunca sus andaduras de recio buscavida por las ciudades y pueblos de la serranía cubana, desde las maratónicas jornadas cuando los dos nos íbamos —yo a hombros de mi viejo y el trillando caminos— a "forrajear" al campo los frijoles que después nos ponía con una ilusión placentera sobre la mesa. Todo en mi padre fue vida férrea por subsistir en Cuba hasta las horas agotadoras de sus últimos días buscándose el pan de cada día bajo el sol abrasador de La Habana. Lo hacía desde que era un treintañero y yo un hijo de la inocencia que le seguía a cualquier parte.


Los años de juventud cuando aún estaba junto a mi padre.
                                                                     
                                                                            —II—

CUANDO yo era un niño que comenzaba a gatear, mi padre, José, se ganaba la vida como estibador del puerto donde a los dos se nos estiró la vida. Ese lugar siempre amado, en que naces, creces y donde un día quieres ir a morir, es Caibarién. 



   Los almacenes, el puerto y toda
una vida entre el sol y el salitre.

Ya yo era un veinteañero, y en esos avatares de los primeros años y las primeras pasiones, con unos deseos inmensos por vivir, siempre que nos sentábamos al suave aire costeño de la Villa, mi padre hablaba de todo con la forma recurrente y costumbrista de su vida junto al Caribe.

Sus rechazos y sus durezas me maduraban cada día. Cada vez que te bajabas de tu día fecundo en las noches cálidas de Caibarién, cuando nos ponías la colada de café y te apretabas el puro que celebraba tu hornada, siempre decías con tu proverbial satisfacción. "La vida a mi no me vence". Ese día, tu satisfacción más placentera estaba en que todos en casa dormíamos con los estómagos llenos.

Te recuerdo hace cuatro años, en el último verano que pasé contigo. Eras el mismo de siempre cuando un dictamen médico te detectó la enfermedad degenerativa que te sentenció a muerte, pero lo asumiste con puro realismo de la concepción de la vida.

Aún así, con el presagio de tu inminente partida, fui capaz de prever el momento en que te quedarías paralizado, y desde la lejanía suplí tu invalidez y asumí tu papel responsable en casa con esa perseverancia que nos inculcaste desde el primer día.

En 2010, ya estabas postrado y eras el vivo drama de tu injusta invalidez, y cuando las premoniciones de tu salud eran ya irreversibles, entonces hiciste derroche de tu dignidad paternal y me pediste perdón si en algo habías errado en la vida.
Y digo yo: ¿De qué tiene que arrepentirse un padre bueno?

La última imagen que guardo del hombre extraordinario que fue mi mayor riqueza, es la de sus diminutos ojos escondidos debajo de los párpados en una lucha constante por vivir. Nunca abandonó su fuerza de caribeño curtido por el sol y el salitre de muchos de muchos años de trepidante vida cubana.

Cuando el seis de agosto de 2010 me fui a La Habana y lo llevé dormido hasta el campo santo del pueblo pesquero en que nacimos, el negro David, compañero de aquellos fogueos entre los sacos y la estiba al borde del Caribe, me dijo con clara satisfacción como tantas veces se gozaba afirmándolo a José: "Fue el único hombre en la historia portuaria de la isla —que se conozca— que descargó sólo, un vagón de 40 toneladas de cuero". Ese era mi padre.

EPÍLOGO 

Viniste desde los treinta cuando Caibarién, la Villa Blanca, era un esplendor de vida llena junto al mar, y te fuiste cuando toda la isla era ya un destino envilecido, una conjunción de suerte y rumbo por superar un día más.

En ese ambiente crecimos, corroborando cada vez el deterioro del cauce por la vida en la Cuba que nos tocó, pero siempre estabas tú, dándonos unas ansias enormes por vivir.

En el otoño de 1985 cuando éramos unas almas marcadas por las adversidades del huracán Kate, la casucha en el rincón costero, donde vivíamos sudando el salitre todo el santo día, había sido barrida por la furia de los vientos y las aguas. Allí estabas, dándolo todo por salvar lo nuestro. ¡Gracias, viejo!

Al alba de un día cruento de agosto, hace cuatro años, la muerte se llevó a mi padre, José, con 77 años encima. Pero mi padre se fue con el tesoro sagrado de habernos regalado casi medio siglo a nuestro lado desde el lejano julio de los sesenta, en que eligió a mi madre, Elisa, para llenarnos con la vida que nos dio. ¡Gracias, viejo, donde estés!


    Junto a Elisa, mi madre, de visita en Madrid, en 2004.

http://atriopress.blogspot.com.es/2010/08/mi-mayor-idolo-mi-mejor-consejero.html

       Atardecer en CAIBARIÉN.

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