Durante mi vida en Cuba, tuve la suerte fortuita de conocer a Hilda (Hildita) Guevara Gadea, madre de Canek e hija primogénita del Che; y solo ella sabe por qué su padre se fue de Cuba. "Hildita" murió en 1995, sola y olvidada en un hospital de La Habana, discrepando con el poder.
Canek Sánchez Guevara, el primer nieto del Che dijo en un magistral artículo: "la democratización de Cuba será pos-Castro, ni con Fidel ni con Raúl. El sistema político cubano se ha comportado como una monarquía y no sé por qué se le sigue llamando socialismo".
Reproduzco en Atrio Press, este trabajo escrito por Canek, donde hace un análisis de la Revolución Cubana, en cuyos ambientes nació y creció. (JDL-ATP).       
▪️Desafortunadamente, Canek Sánchez Guevara, (La Habana, 1974 – Ciudad de México, 2015),  murió en México el 20 de enero de 2015 a los 40 años, como consecuencia de una malograda cirugía cardiovascular. (DEP).
Habla Canek, el nieto del Che 
Guevara 
Por Canek Sánchez Guevara. 
Nací en La 
Habana en 1974, en una casona en Miramar, sobre la Quinta Avenida: en resumen, 
en plena Aristocracia esquina con Burguesía. La vida en casa, empero, era 
cualquier cosa menos aburguesada. Además de mis padres (Hilda Guevara Gadea y 
Alberto Sánchez Hernández) habitaba el lugar un grupo de guerrilleros mexicanos 
llegados a la isla un par de años atrás. Ellos no eran técnicos extranjeros ni 
nada por el estilo, eran unos malditos revoltosos que estaban en Cuba -digamos- 
sin haber sido invitados por el gobierno (en otras palabras: secuestraron un 
avión en México y aterrizaron en La Habana; para hacer corta la 
historia).
Creo que vivíamos unas doce o quince personas en aquella casa, 
no sé bien -por supuesto, mis recuerdos de aquella época no son míos, sino 
recuerdos de los recuerdos de otros, recuerdos de conversaciones, pues. En algún 
momento los revoltosos mexicanos (comunistas, anarquistas, socialistas 
libertarios, qué se yo) decidieron que esa realidad socialista distaba mucho del 
ideal de libertad que ellos tenían, así que mandaron a la mierda la realidad y 
se largaron de Cuba en pos de la Idea (creo recordar que alguno de ellos, 
incluso, fue invitado a salir del país…). Y allá nos fuimos todos -me llevaron, 
quiero decir- hasta la lejana Italia.
Durante los años 70, Italia era un 
hervidero de refugiados latinoamericanos de todas las tendencias de la 
izquierda. No "refugiados" en el sentido pasivo del término, sino militantes de 
sus respectivas causas en el exilio. Había argentinos, colombianos, 
nicaragüenses, salvadoreños, peruanos y sí, mexicanos también. 
Qué hacían mis 
padres en Italia es algo que no concierne al texto en cuestión, baste saber que 
cuando me preguntan algo relacionado con canciones infantiles, siempre respondo: 
Bandiera Rossa... Sí, creo que Bandera Roja y La Internacional fueron las 
primeras canciones que aprendí de niño. Recuerdo (no sé por qué) que en esos 
años llevaba siempre colgada del cuello una tira de cuero negro con un puño 
verde olivo. Tengo vagos recuerdos también (como flashazos) del minúsculo 
departamento que habitábamos en Milán. En serio, minimalista...
Cuando 
tenía cinco años mi madre y yo volamos a La Habana. Durante varios meses (y ya 
sabes como es el tiempo en las Eras Infantiles: un verano puede ser infinito y 
un año entero apenas un segundo) vivimos en un apartamento en un edificio recién 
estrenado, justo tras el Hotel Riviera. En realidad eran dos edificios, de esos 
que llaman de Microbrigada, de unos siete pisos, pequeñas ventanas y balcones 
aún más chicos. Y yo la pasaba de lo más bien: había tantos niños con los que 
jugar, tanto sol y tanta vida...
Bien, ese año en La Habana asistí al 
preescolar y francamente, no tengo muchos recuerdos de la escuela... En realidad 
sí: recuerdo los días de vacunación (no tienes idea de lo cobardón que era -soy- 
para las inyecciones). Recuerdo también a un par de gemelos (jimaguas) que eran 
un verdadero desastre juntos, y ahora me vienen a la memoria las interminables 
repeticiones de ejercicios caligráficos. En fin, cosas de 
preescolar.
Terminado ese curso, mi madre y yo viajamos a Barcelona para 
reunirnos con mi padre. Habían pasado pocos años desde la muerte de Francisco 
Franco (estoy hablando del setenta y nueve u ochenta) y las izquierdas estaban, 
como quien dice, desatadas. Mis padres siempre colaboraron con sindicatos y 
publicaciones diversas, tanto periódicos como revistas de izquierda. Colaboraron 
profundamente, quiero decir.
El caso es que crecí entre salas de 
redacción y manifestaciones de tres días; el cuarto oscuro de revelado y un 
concierto de rock; entre mesas de diseño e interminables discusiones sobre el 
sujeto y el objeto de la revolución. Estudié el primer año de la primaria en una 
escuela bilingüe (castellano-catalán) de acuerdo con el discurso libertario de 
la época en España: el rescate de las Autonomías y sus valores culturales, 
comenzando por la lengua, claro. Recuerdo a mis amigos argentinos, hijos de unos 
refugiados amigos de mis padres, y recuerdo también las abiertas discusiones que 
los adultos sostenían por encima de la mesa -y los vinos- sobre la revolución 
permanente, mundial, en un sólo país, no sé; y siempre citando nombres en ruso, 
alemán, italiano o francés (vamos, no recuerdo qué discutían, sino el hecho de 
discutir -algo que, por supuesto, pasó a formar parte intrínseca de mi ser). Yo 
no entendía nada, y para ser franco, tampoco me interesaba: si Batman lucha por 
el bien, de qué se preocupan estos tontos, pensaba yo... 
Mi padre pudo volver 
a México cuando el presidente López Portillo dictó una amnistía general para 
todos los involucrados en los movimientos armados de los 70. Mi madre tenía 
siete meses de embarazo y yo siete años de edad. (Aquí debo aclarar que apenas 
dos años atrás, cuando salimos de Italia, pude decir abiertamente los verdaderos 
nombres de mis padres, siempre sujetos al rigor del clandestinaje. Mi familia 
entonces eran los compañeros de ruta de mis padres, y sus nombres -los de todos 
ellos- otros muy distintos a los verdaderos...). Mi hermano Camilo nació en 
Monterrey, la ciudad de la que es mi padre y en medio de la numerosa familia 
paterna, tan ajena y acogedora a la vez: lo desconocido para mí.
Poco 
antes del primer cumpleaños de mi hermano nos mudamos a la ciudad de México -una 
mole impresionante que contiene un mundo alucinante- y mis padres, por ironía o 
yo-que-sé, me inscribieron en una escuela de nombre José Martí. Mi hermano era 
asmático y yo estudié un año y medio en esa escuela. (Ya sé que una cosa no 
tiene relación con la otra, sólo intento resumir dos hechos en una sola frase). 
Camilo pasó su segundo cumpleaños en una cámara de oxígeno en el hospital 
cercano a casa, y la casa -toda- medía unos siete metros de largo por cuatro de 
ancho: la sala era también la habitación de mis padres, con la cocina a un lado, 
apenas separada por una barra o una mesa, no recuerdo. El micro-mini-nano baño y 
una estrecha habitación que compartíamos Camilo y yo completaban nuestro 
hogar.
Tuve tres buenos amigos cuando viví en ese sitio; uno de ellos 
murió, no regresó de las vacaciones y cuando le pregunté a su mamá por él, ella 
se echó a llorar. Después mi madre me explicó. Fue mi primer contacto con la 
muerte. He perdido a muchos amigos. (El enfrentamiento con la Muerte, afirma 
Savater marca el inicio del pensamiento en el humano. Cuando por primera vez se 
piensa en la muerte, se Piensa, en realidad, por vez primera porque la muerte 
despierta la conciencia de la vida, despierta el miedo y despierta las preguntas 
también…).
Terminé la primaria en la ciudad de México, en una pequeña escuela de la 
que tengo buenos recuerdos y en la que hice buenos amigos. Por entonces vivíamos 
en el sur de la ciudad, en una unidad habitacional con cuarenta y siete 
edificios, lo recuerdo bien. Estaba cerca de la Universidad Nacional, así que 
vivían algunos profesores e investigadores de dicha institución... con sus 
familias, claro. Durante las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, 
México acogió a muchos perseguidos políticos de diversas nacionalidades, sobre 
todo argentinos y chilenos. Algunos de ellos encontraron trabajo en la UNAM, y 
unos cuantos vivían en los edificios cercanos al mío. De hecho, mi mejor amigo 
en esa época era un chileno a quien recuerdo con mucho cariño... nos hemos visto 
un par de veces después, seguimos siendo amigos. Entre nosotros teníamos un 
pacto, un secreto que nadie más debía compartir: éramos comunistas... (es decir, 
sabíamos que había algo diferente en nuestro pasado, en nuestra historia, y 
teníamos la vaga idea de que un vago sentimiento de justicia justificaba esa 
diferencia... En fin, todo un trabalenguas infantil).
Mi madre, mi hermano y yo nos fuimos a vivir a La Habana en el verano de 
1986, e inmediatamente después, entré a la secundaria Carlos J. Finlay, en Línea 
y G, en pleno Vedado. Honestamente, fue un choque tremendo. No tanto por las 
diferencias tangibles, materiales, como por las otras, las incorpóreas, las 
no-cósicas: de ser la revolución una utopía o una conversación, se convirtió 
para mí en una realidad absoluta. Entendámonos, yo no entendía un carajo de la 
revolución, tan sólo intuía que era el núcleo de nuestra vida (de la vida que yo 
había vivido con mi familia) y que se trataba de algo de lo que sólo se hablaba 
en voz alta cuando se estaba en confianza. De hecho, mi relación familiar con 
Ernesto Guevara nació en Cuba, donde irremediablemente fui bautizado como El 
Nieto del Che, y eso ya a los doce años. 
Me costó mucho aprender a lidiar con esa suficiencia revolucionaria tan 
llena de carencias, con ese discurso que se contradecía al abandonar el aula y 
con la maldita obsesión de algunos de mis profesores con que yo tenía que ser el 
mejor. Por otra parte, recuerdo con especial cariño a mi maestro de Español, a 
quien le agradeceré siempre la severidad con que revisaba mis trabajos; a cierta 
profesora de Matemáticas con quien de inmediato hice amistad, y a otro más de la 
misma asignatura, que era serio y jocoso a la vez; recuerdo a una profesora de 
Química de quien no aprendí mucho, pero me caía muy bien y a una de Fundamento 
de los Conocimientos Políticos que, involuntariamente, me hacía pensar. 
Ser El Nieto del Che fue sumamente difícil; yo estaba acostumbrado a ser 
yo, a secas y de pronto comenzó a aparecer gente que me decía cómo comportarme, 
qué debía hacer y qué no, qué cosas decir y qué otras callar. Imaginen, para un 
preanarquista como yo, eso era demasiado. Por supuesto, me empeñé en hacer lo 
contrario. Mis padres me educaron (como a mis hermanos) con absoluta libertad. 
De hecho, a veces pienso que me educaron para ser desobediente... aunque quizás 
sólo esté buscando excusas, no lo sé. Lo cierto es que pronto comencé a sentirme 
a disgusto con tal situación.
Vivíamos en un apartamento amplio y confortable (quizá el único 
inconveniente es que estaba en un piso doce y el ascensor pocas veces 
funcionaba), pero bastante alejados de la nomenklatura. De los pocos 
contactos que tuve con la "alta sociedad" cubana no tengo recuerdos memorables 
(y no incluyo aquí a los buenos amigos que encontré en esos estratos: pocos pero 
sinceros), a no ser por el gusto amargo que me quedaba al comparar sus palabras 
y su forma de vida con las palabras y la vida del llamado Pueblo. Pero yo apenas 
me hacía adolescente, las valoraciones las hago ahora, en aquel momento no las 
comprendía del todo.
No quiero que pase por sus cabezas la idea de que yo era 
un niño superdotado o algo por el estilo, sencillamente fui educado en el 
análisis, y el análisis decía que algo andaba mal. Digamos que sabía sin 
comprender; o que comprendía sin saber a ciencia cierta qué demonios ocurría a 
mi alrededor. Porque yo no vivía encerrado en una burbujita de cristal, de 
ninguna manera. Mis amigos vivían en el Vedado mismo, o en Centro Habana, o en 
Marianao, o en Miramar, o en Alta Habana, o en Alamar o en La Lisa. 
Mi vida no quedó circunscrita al discurso oficial, si bien formaba, 
consciente o inconscientemente, parte de ese discurso... Asistía a conciertos de 
rock (semi-clandestinos mas tolerados... a veces), vagaba por la ciudad como uno 
más de sus habitantes; era joven y por ello sospechoso. ¿Sospechoso de qué? Pues 
eso, de ser joven, supongo. A veces me detenían en la calle y revisaban mis 
papeles y mis pertenencias, y una vez me revisaron el culo. En serio, recuerdo 
que estaba en la cola de Coppelia y se me acercó un tipo vendiendo pastillas 
(psicotrópicas, claro). Le dije que no quería y en cuanto dio dos pasos me 
cayeron encima. Me llevaron a los baños de la heladería, hicieron que me 
desnudara y me obligaron a hacer cuclillas mientras uno de ellos, con su 
uniforme de civil (la sempiterna guayabera blanca) se asomaba a ver si alguna 
pastillita asomaba por el ano... Qué obsesiones las de los policías... 
En fin, era yo un greñudo más, un "desafecto", "antisocial" y algo muy 
cercano -según los cánones policíacos- a un lúmpen. Claro que no lo era, pero 
eso no importaba, y además en cuanto salía a relucir mi árbol genealógico, 
simple y llanamente me soltaban, no sin antes recordarme que esas no eran las 
actitudes que se esperaban de alguien como yo: El Nieto del Che no podía 
frecuentar tales compañías; en otras palabras, que no me juntara con "el 
pueblo", que no me contaminara con ellos. Comencé a comprender que Pueblo es una 
hermosa abstracción que tiene múltiples usos, sobre todo retóricos... Tendría yo 
unos quince o dieciséis años y por entonces ya había abandonado el Pre.
Sí, como tantos otros estudiantes de mi generación fui un desertor escolar. 
Navegaba con bandera de NadaMeImporta entre otras cosas para restarme 
importancia o, mejor aún, para restarle importancia a la imagen que de mí se 
esperaba (si es que a estas alturas se esperaba algo de mí). 
Por esos años 
adquirí la costumbre de discutir, aún en términos superficiales, sobre lo real y 
lo simbólico, sobre el fondo y la forma, sobre la esencia y la apariencia. 
Comencé a enamorarme de las palabras y de las ideas. Me apasioné con Kafka y -lo 
admito con rubor- el primer pensador que en verdad me "llegó" fue Schopenhauer, 
tan antitropical él. Me interesaban por igual el rock y el mito de Trotsky, los 
dadaístas y el sonido electrónico; y al mismo tiempo, todo me daba igual. Era un 
chico un tanto silencioso: no triste ni nada de eso, por el contrario, siempre 
he sido feliz; quiero decir que era bastante introspectivo: Existencialista, 
decían mis amigos mayores, y aunque a mí no me quedaba muy claro qué significaba 
aquello, la palabrita me gustaba.
Comencé a interesarme en las formas culturales, a leer sobre pintura y 
música, a hundirme en novelas y películas, ensayos filosóficos y teorías 
artísticas; no sé, simplemente a buscar. Mi lucha, empiezo a darme cuenta, 
siempre ha sido cultural: digamos que el hombre es hombre a pesar de sí mismo, 
pero se hace plenamente humano por encima de su ser. Ser lo que somos es 
natural; lo cultural entonces, es preguntarnos qué somos, a dónde vamos, y 
también de dónde venimos. Y cuando afirmo que soy un hombre "culto" no refiero 
con esto al sentido aristocrático que se oculta tras el término; entiendo por 
hombre culto a aquel que sabe que además de su propia cultura hay otras más, ni 
mejores ni peores, tan sólo diferentes. Y en Cuba la dictadura es también 
cultural. O, ante todo, quizás... (Recuerdo ahora un acontecimiento que al igual 
que a tantos cubanos, me marcó como hierro candente. Me refiero al telenovelesco 
juicio al General Arnaldo Ochoa, a los hermanos De la Guardia y demás implicados 
en el tráfico de drogas, marfil, diamantes y divisas. 
Si utilizo el término "telenovelesco" es sólo para acentuar el modo en que 
yo lo viví: a través del televisor, noche tras noche, a las ocho en punto, 
esperando un desenlace que de antemano conocíamos, con el morbo exacerbado y ese 
desagradable tonito inquisitorio que permeó todo el (pre)juicio… Entendámonos, 
no insinúo que esos hombres fueran inocentes, sino que a todas luces sus 
superiores conocían tales manejos. A nadie podía caberle en la cabeza (a menos 
que el cerebro dejase mucho espacio libre dentro de la cavidad craneana) que el 
mismísimo Comandante no estuviera al tanto de todo el asunto. 
Evidentemente se trató de una operación de Estado, como muchas más que 
hemos presenciado; una operación destinada a procurar de preciosos dólares al 
gobierno cubano… Nadie en su sano juicio podía aceptar tal locura, tamaña farsa, 
tremenda broma de pésimo gusto. Sin embargo, mucha gente perdió el juicio en 
esos meses… Se hacían los locos, para decirlo en buen cubano; admitieron a pies 
juntillas la mentira judicial pero, ¿qué otra cosa podían hacer? Yo tampoco 
decía en voz alta lo que pensaba, lo comentábamos entre los amigos, nada 
más.
Lo discutíamos como uno de los tantos temas que por entonces nos 
interesaban: las tetas de Fulanita o la fiesta de mañana, la proyección de 
Metrópolis o el concierto de Carlos Varela, no sé… Se discutía mucho, pero nada 
se decía: ¿Cómo expresar la ausencia de expresión; ésa que silencia al individuo 
y lo vuelve zombi parlante?) 
Después viví en El Cerro, en un minúsculo apartamento a unas cuadras de la 
Biblioteca Nacional, donde por cierto trabajé: restauraba libros. Olvidé decir 
que entre los quince y los diecisiete años fui aprendiz de fotógrafo, primero en 
Juventud Rebelde y luego en Granma (además de adentrarme en lo que, con algo de 
autoelogio, se da en llamar fotografía artística). Edité junto con algunos 
amigos una pequeña revistita fotocopiada dedicada al rock (unos pocos 
ejemplares, nada más), y comencé a escribir. Debo decir que todo esto lo hacía 
con la mayor ingenuidad del mundo, no como parte de un plan maestro sino con la 
espontaneidad del antojo. Me interesé por las vanguardias artísticas, 
culturales, estéticas, y también, claro, por las ideológicas y políticas. Me 
hundí en los ismos, he de admitirlo. Empecé a dedicarme al diseño gráfico, al 
tiempo que hacía fotografía, componía música y escribía pésimos poemas 
"abstractos". Me hice buen lector y poco a poco, editor. 
En 1996 salí de Cuba, un año después de la muerte de mi madre y a diez de 
mi llegada a La Habana -mi hermano salió de Cuba justo después de la muerte de 
Hilda. Salí con el corazón hecho mierda y las ideas más revueltas que cuando 
llegué: había vivido desde los doce hasta los veintidós años ahí. Me hice en 
Cuba: la amé y la odié como sólo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es 
parte fundamental de uno...
Ahora vivo en la ciudad de Oaxaca, en México, alejado voluntariamente de la 
comunidad cubana en este país, y del exilio en general -debo admitirlo, me harta 
la sola idea de dedicarme a hablar de Cuba: me interesan tantas cosas! Soy 
diseñador, editor, a veces promotor cultural o crítico de la cultura, según el 
caso. Colaboro con algunas publicaciones culturales o políticas; sigo 
componiendo música y me involucro en discusiones artísticas. Estoy editando una 
revista cuyo número 0 está pronto a aparecer (se llama El Ocio Internacional y 
aparecerá en papel y en internet a la vez -ya les avisaré): una revista dedicada 
al análisis y la discusión cultural; y además, escribo una novela, La 
inmortalidad del cangrejo, de la cual llevo unas 280 cuartillas. (En 1996 
publiqué un librito titulado Diario de Yo -que para colmo ni siquiera es un 
diario-, texto que pronto pondré en red por si a algún despistado le interesa… 
La publicación corrió a cargo de una pequeñísima editorial hoy desaparecida y 
hasta donde yo sé, no se vendió un sólo ejemplar, lo que aumenta mi orgullo 
anticapitalista... jejeje!) 
En cuanto a mí... ¿qué puedo decir? Sólo soy un egoísta que aspira a ser un 
hombre libre. Un egoísta que sabe que el Egoísmo nos pertenece a todos y que 
éste ha de ser solidario si se quiere pleno: en otras palabras, que mi libertad 
sólo es válida si la tuya también lo es, si mi libertad no aplasta tu libertad 
ni la tuya a la mía... Como decían los "Pistols: And I am an 
anarchist..."
(Publicado también en la web de la Unión Liberal Cubana el 14 de 
julio de 2006)
Notas:Hilda Guevara (1956-1995).
La hija mayor del "Ché" Guevara, fruto del primer matrimonio del Che (en la foto),fue 
bibliotecaria de la Casa de las Américas en La Habana (Cuba). Ernesto "Ché" 
Guevara conoció a Hilda Gadea en México en 1954, donde ella lo adoctrinó en el 
marxismo; se casaron en Guatemala en 1955. Fue Hilda, quien le presentó a Raúl y Fidel 
Castro. En 1956 nació su primogénita Hilda "Hildita" Guevara. Tenía 11 años 
cuando murió su padre en la selva boliviana. En apariencia vivió una vida 
tranquila en Cuba, en un importante centro de propaganda oficial y añorando ver 
llegar "la cara humana del comunismo". Murió a los 39 años (como su padre) de un tumor cerebral. 
En una famosa carta póstuma del Ché a sus hijos les decía "Crezcan como buenos 
revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite 
dominar la naturaleza. Acuérdense que la revolución es lo importante y que cada 
uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir 
en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier 
parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario". 
En ocasión de uno de los aniversarios de su madre, el mejicano 
Canek Sánchez Guevara, nieto mayor del Ché, escribió: "La revolución en Cuba no fue 
democrática y tampoco es comunista ahora, sino un vulgar capitalismo de Estado 
llamado también 'fidelismo'.
"HILDITA" EN 1994, UN ANO ANTES DE MORIR
"Hildita" Guevara, escribió un libro: "Mi Vida con el Che". La primera edición fue realizada en 
México, en 1972. En 1973 hay otra edición inglesa. En el 93 se editó en portugués. 
En 1994 se publicó en Italia. En el 97 se publicaron dos ediciones 
francesas. En España, no se ha publicado aún. Tampoco se conoce su edición en Cuba. Prometo hablarles de este libro y de la Hildita que yo conocí. 
Hilda Gadea, la madre, durante los años del mayor esplendor de la pareja.