LO QUE QUEDA Y LO QUE FUE
LLEGÁBAMOS a la escuela como llegan todos los alumnos nuevos, tímidos y callados, pero llenos de muchas ilusiones.
Unos querían ser médicos, otros ingenieros, y los más ambiciosos pilotos o marineros. Todos queríamos ser algo grande en el mañana y cada día entrábamos en la escuela con unas ansias enormes por comernos el futuro. Viajar e irse a otra vida, era el deseo más anhelado en medio de las carencias que nos martillaban día a día —y lo sigue siendo hoy todavía—.
Ese niño soñador era yo, y lo fueron muchos otros de mi tiempo. A mi me gustaba más escribir; yo quería ser periodista y fui periodista. Y éste es mi recuerdo más antiguo de aquella tierna infancia en Caibarién.
Cada curso, mi primer día en las escuela era de ensueños como lo era para todos mis amigos nuevos. Llegábamos al primer día de las primarias José Martí o Francisco Ferrer, en el mismo corazón de puerto Arturo, y era un día de mucha alegría con la escuela pintada de blanco y un jardín florecido.
A la escuela nos llevaban los hermanos mayores, los padres o los abuelos. Muchos de ellos ahora están mejor emprendidos por la vida y otras ya están con Dios.
Llegábamos a clase con la bolsita de la merienda, y echábamos toda una mañana para complacencia de nuestros padres cuando estábamos en edad de aprender a estudiar, y cuando a duras penas podíamos sobrevivir.
Pero los padres ponían todas las esperanzas en nosotros. Y fueron precisamente esos años de infancia y adolescencia cuando sentíamos el incontrolable impulso de ser algo grande en la vida.
Mis padres habían atravesado años todavía menos felices, pero también pensaban que si los hijos salían con inteligencia, no podían ser pobres toda la vida. Esa visión de ellos fue lo que nos empujó a todos a luchar y salir adelante.
Por eso toda la generación de mi tiempo salía cada día a abrazar el porvenir. Y por eso leí siempre en mis padres el deseo irreprochable de hacer que cada hijo suyo fuera un hombre de futuro y jamás un ser inútil ante la vida.
La escuela de mi más tierna infancia es ahora un rincón en ruina.
Aquella escuelita «José Martí», en la calle de Falero, en Caibarién, una pequeña ciudad portuaria cubana que no llega a los 50 mil habitantes, a más de 300 kilómetros al este de La Habana, es ahora un muro de viejos recuerdos entre los restos húmedos de las paredes calcinadas por el tiempo y la corrosión costera de muchos años.
CAIBARIÉN
Caibarién llegó a ser uno de los principales puertos cubanos de la primera mitad del siglo XX, y desde mucho antes un pedazo de tierra maravillosa en la costa atlántica del país.
Hoy, sin embargo, cuando muchos hemos tomado el camino de la emigración, Caibarién asiste a una historia real de una ciudad que se deshace en ruinas sobre las que su gente aún baila, mientras se pudre y se derrumba.
En Caibarién, queda todo el recuerdo del tiempo que se nos fue. Los amigos, las maestras que nos educaron: «Beba» (preescolar), la decana María Justa Álvarez y las hermanas negritas Angélica y Dinora Caturla (1er. Grado), Georgina (2º), Gina (3º) y el temible Roberto (4º). Todos allí destacaron por sus virtudes y sus enterezas, y nos educaron.
Una calle emblemática, donde yo estiré el cuerpo y guardo gratos recuerdos de mis primeros amigos.
Nadie olvida en el entorno de la ya mítica escuela de la calle Falero –ahora presa de las ruinas– las casas de los Terol Perez, Caruca, Maritza y hmna, “Chicho” y familia, Carlos y Carlitos González Jr. y Caruquita; los hermanos Lenin y Pável Flores. Una calle que guarda la huella de una generación, por donde cada día se llenaba y se vaciaba la cuidad, hacia un extremo y otro, y donde ahora solo quedan nombres para recordarlos porque muchos están con Dios o se marcharon para siempre.
Esta es la más viva estampa del pueblo de mi niñez y juventud que yo no he olvidado jamás.
http://atriopress.blogspot.com/2017/02/la-desolacion-de-mi-pueblo.html
LLEGÁBAMOS a la escuela como llegan todos los alumnos nuevos, tímidos y callados, pero llenos de muchas ilusiones.
Unos querían ser médicos, otros ingenieros, y los más ambiciosos pilotos o marineros. Todos queríamos ser algo grande en el mañana y cada día entrábamos en la escuela con unas ansias enormes por comernos el futuro. Viajar e irse a otra vida, era el deseo más anhelado en medio de las carencias que nos martillaban día a día —y lo sigue siendo hoy todavía—.
Ese niño soñador era yo, y lo fueron muchos otros de mi tiempo. A mi me gustaba más escribir; yo quería ser periodista y fui periodista. Y éste es mi recuerdo más antiguo de aquella tierna infancia en Caibarién.
Cada curso, mi primer día en las escuela era de ensueños como lo era para todos mis amigos nuevos. Llegábamos al primer día de las primarias José Martí o Francisco Ferrer, en el mismo corazón de puerto Arturo, y era un día de mucha alegría con la escuela pintada de blanco y un jardín florecido.
A la escuela nos llevaban los hermanos mayores, los padres o los abuelos. Muchos de ellos ahora están mejor emprendidos por la vida y otras ya están con Dios.
Llegábamos a clase con la bolsita de la merienda, y echábamos toda una mañana para complacencia de nuestros padres cuando estábamos en edad de aprender a estudiar, y cuando a duras penas podíamos sobrevivir.
Pero los padres ponían todas las esperanzas en nosotros. Y fueron precisamente esos años de infancia y adolescencia cuando sentíamos el incontrolable impulso de ser algo grande en la vida.
Mis padres habían atravesado años todavía menos felices, pero también pensaban que si los hijos salían con inteligencia, no podían ser pobres toda la vida. Esa visión de ellos fue lo que nos empujó a todos a luchar y salir adelante.
Por eso toda la generación de mi tiempo salía cada día a abrazar el porvenir. Y por eso leí siempre en mis padres el deseo irreprochable de hacer que cada hijo suyo fuera un hombre de futuro y jamás un ser inútil ante la vida.
La escuela de mi más tierna infancia es ahora un rincón en ruina.
Aquella escuelita «José Martí», en la calle de Falero, en Caibarién, una pequeña ciudad portuaria cubana que no llega a los 50 mil habitantes, a más de 300 kilómetros al este de La Habana, es ahora un muro de viejos recuerdos entre los restos húmedos de las paredes calcinadas por el tiempo y la corrosión costera de muchos años.
CAIBARIÉN
Caibarién llegó a ser uno de los principales puertos cubanos de la primera mitad del siglo XX, y desde mucho antes un pedazo de tierra maravillosa en la costa atlántica del país.
Hoy, sin embargo, cuando muchos hemos tomado el camino de la emigración, Caibarién asiste a una historia real de una ciudad que se deshace en ruinas sobre las que su gente aún baila, mientras se pudre y se derrumba.
En Caibarién, queda todo el recuerdo del tiempo que se nos fue. Los amigos, las maestras que nos educaron: «Beba» (preescolar), la decana María Justa Álvarez y las hermanas negritas Angélica y Dinora Caturla (1er. Grado), Georgina (2º), Gina (3º) y el temible Roberto (4º). Todos allí destacaron por sus virtudes y sus enterezas, y nos educaron.
Una calle emblemática, donde yo estiré el cuerpo y guardo gratos recuerdos de mis primeros amigos.
Nadie olvida en el entorno de la ya mítica escuela de la calle Falero –ahora presa de las ruinas– las casas de los Terol Perez, Caruca, Maritza y hmna, “Chicho” y familia, Carlos y Carlitos González Jr. y Caruquita; los hermanos Lenin y Pável Flores. Una calle que guarda la huella de una generación, por donde cada día se llenaba y se vaciaba la cuidad, hacia un extremo y otro, y donde ahora solo quedan nombres para recordarlos porque muchos están con Dios o se marcharon para siempre.
Esta es la más viva estampa del pueblo de mi niñez y juventud que yo no he olvidado jamás.
http://atriopress.blogspot.com/2017/02/la-desolacion-de-mi-pueblo.html
Muy buen escrito, tal parecia que estaba leyendo algo escrito por mi, lo disfrute completo. De cuando es la foto de la Iglesia? parese bastante reciente, tal vez 10 o 12 años?
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