HOY, 29 de septiembre, se cumplen 125 años del nacimiento de Manolín Álvarez, el asturiano que introdujo la radio en Cuba. Su nombre es Manuel Antonio Álvarez y Álvarez, y vio la luz primera el 29 de septiembre de 1891, en la aldea de Santiago de Ambás (Carreño). A este hombre se debe, en gran medida, la introducción y expansión de la radio en la isla. A él y no otro, la radio cubana y en buena parte de Centroamérica, le debe la pujanza y el ímpetu de haber conquistado el éter cuando no existía emisora alguna.
El asturiano Manolín en su primera estación,
la 6EV, en Céspedes 7, Caibarién, Villa Clara, Cuba.
la 6EV, en Céspedes 7, Caibarién, Villa Clara, Cuba.
Jesús Díaz Loyola
Fotos: Archivo del autor
Fotos: Archivo del autor
El Padre de la
Radio en Cuba
SU nombre es Manuel, para Cuba Manolín Álvarez, mi amigo y gran consejero vocacional, el maestro de la radio. Se cumplen 125 años de su natalacio, y me vuelvo a regocijar con su obra, porque la radio cubana, su radio, le debe mucho a este hombre extraordinario.
Su paternidad sobre la radio fue ninguneada por mucho tiempo en la isla que lo acogió en 1905 y donde hizo gloria en las ondas. No fue hasta 1982, cuando ya ciego y sembrado en su vejez, el oficial Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) reivindicó en Álvarez el mérito de padre indiscutible de la radio.
En Céspedes, 7, donde tuvo su primera residencia y estación cubanas, el propio Manolín develó la tarja que por fin hizo justicia: “Desde este lugar trasmitió en 1917 Manolín Álvarez las primeras señales de radio de Cuba. Caibarién. Instituto Cubano de Radio y Televisión. 10 de Octubre de 1982”.
Ya nadie niega en Cuba que mil novecientos diecisiete fue el año de los grandes emprendimientos por la radio. Y ese año, y muchos otros, hay que agradecerlos a la figura de Manolín, que se fue a La Habana un día en los albores del siglo veinte y no volvió nunca.
Un lustro faltaba para que su vida llegara al centenario: ¡el Siglo!, cuando Manuel Antonio Álvarez Álvarez (Santiago de Ambás, 1891- Caibarién, 1986), quebró su vida en Caibarién, mi pueblo cubano junto al mar, adonde llegó con 14 años y se sembró para siempre.
Yo no tenía veinte años cuando comenzaba mis andaduras por el periodismo, y tuve la suerte fortuita de conocer a Manolín, el maestro y padre de la radio cubana.
Hoy, como siempre hacíamos cada vez que lo visitaba en su casa de Caibarién, me vuelvo a sentar junto al amigo Manuel en los sillones de mimbre de su salón, siempre junto a Olimpia Casado Mena (La Habana, 1898-Caibarién, 1985) la cubana que le acompañó toda la vida, y que fue también la primera mujer operadora de radio en Cuba.
Al llegar a La Habana de 1905, Manolín vivió en Tiscornia la cruenta página de la leyenda negra de la inmigración. Después, a lo largo del camino toreó el chantaje y las incomprensiones de petulantes cuando pretendió enseñar la radio como un invento humano, "lo mas humano que se ha hecho", me decía siempre. Manolín Álvarez pasó amarguras de todo tipo en el gran ruedo de la vida que le tocó.
En 1917 transmitió las primeras señales y en 1920 ya estaba en posesión de la primera estación de radiotelefonía de Cuba: la 6EV desde Caibarién, a la que luego sucedieron la 6LO y la CMHD, sin contar los lugares adonde llegó su impronta de genuino forjador de las ondas.
Ahora lo voy a recordar en sus años más vitales, porque la muerte no se lleva a un amigo, sino que lo guarda y lo retiene en sus años más adorables como los días en que él me contaba su historia y yo lo escuchaba todo entusiasmado.
Caibarién
Guillermo Marconi (BBC, 1944)
Verano de 1920
FRAGMENTO
Como empecé en la radio Manolín Álvarez.
...¡Era una voz humana! ¡Alguien hablaba!
¡Después leía! ¡Y hasta se escuchó una música!...
Llevábamos varios días sin pegar ojos en espera del momento que iba a poner a prueba todo el esfuerzo de varios años cuando en el verano de mil novecientos veinte, en el número siete de la calle de Céspedes, en la ciudad portuaria de Caibarién, nació la radio en Cuba.
El tándem de radiofonistas lo formábamos un grupo de jóvenes, a quienes nos movía una obsesiva pasión por comunicar. El equipo era sólido y agrupaba hombres claves en materia de tecnología, redacción y creación artística, nombres que después fueron figuras en la radio.
Lo primero que hicimos fue instalar una antena en un punto alto de la ciudad, y el mejor emplazamiento estaba en el Cuerpo local de Bomberos. En pocos días teníamos dispuesto un pedestal de cien pies de altura para trasladar la señal mediante ondas eléctricas al mayor radio de distancia posible.
Aquellos días, mi casa que estaba próxima al puerto, era un centro permanente de operaciones radiofónicas por todo el caudal de equipos que había allí montado. Nada más entrar en ella resaltaba su sala inmensa, compartida en departamentos, donde estaba el grueso de los aparatos y una mesa de transmisión.
Después de mi paso por el comercio y la navegación, estaba instalado en Céspedes. Aquella casa era modesta con vistoso portal como muchas de las viviendas típicas que daban vida a la ciudad junto al mar; el suelo deslumbraba por los mosaicos estampados del tiempo español, y su altura favorecía la acústica.
Varias almas de Dios habían pasado ya sus vidas por la casa de Céspedes, pero el embrión de la radio estaba allí para comenzar a ser testigo veraz de los momentos míticos de la radiodifusión en Cuba, las Antillas y el Caribe.
En dirección norte, resaltaba el puerto; más al centro atraían la imagen imponente de la institución Hispano-Cubana de Cultura y la Sociedad Liceo; y bordeando todo el litoral estaban los barrios de las familias más adineradas.
En las tardes de la Villa, el aire fresco agradecido de la bahía corría por entre la casa levantando las cortinas de puertas y ventanas.
El día del verano inaugural, una multitud improvisada comenzó a formarse en torno a la naciente estación radiodifusora, y en cuestión de dos o tres horas, la aglomeración de público abarrotaba todos los rincones de Céspedes. Podría decirse que todo Caibarién estaba volcado al acontecimiento: políticos, intelectuales, hombres, mujeres y niños. Todo el pueblo estaba allí.
En pleno vestíbulo de la casa-planta, todo el mundo mostraba elegancia: las mujeres hechas un encanto con sus vestidos largos, trajes a tono y sus peinados imponentes; los colegas del gremio, igualmente deslumbraban con sus portes. A media mañana, mi casa era un ajetreo entre la amplia concurrencia y el ruido de los aparatos que se alistaban.
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