Las imágenes que deja un día en Iguazú son imborrables: el agua, rojiza como la tierra, pareciera el fin del mundo mismo. Pero No!, Iguazú es un paraíso, un edén maravilloso que se sumerge en el encanto de un entorno pocas veces visto.
Las Cataratas de Iguazú, una de las Siete Maravillas Naturales del mundo, son un patrimonio innegable de la humanidad, un destino paradisiaco perdido entre el extremo noreste de Argentina y una pequeña porción del Brasil. Saltos de agua de más de 80 metros, llenan allí de vitalidad a la vida. Son casi 3.000 metros de naturaleza pura que retrotraen a todo el que las visita. Yo viví un día sanamente envenenado en Iguazú. Es espléndido, incomparable, y todo lo que diga es poco.
El Parque Nacional que encierra, constituye una de las zonas con más saltos de agua del mundo: en total hay 275 caídas de agua maravillosa en juego impenitente entre la tierra y el río. Pero hay más en Iguazú. Intrincado en la selva misionera, alberga más de 80 especies de mamíferos, 450 de aves y más de 2.000 especies de flora autóctona.
Llegué a Iguazú con los primeros destellos de la primavera argentina, un día agradecido de octubre pasado, con los ecos refulgentes todavía de luna llena, y estuve a tiempo de comprender que sus aguas son un edén incomparable.
La profundidad del silencio de la selva que atesora su entorno, interrumpido por el constante zumbido de las aguas, parece una avasalladora sinfonía, pero es más bien un regalo a la vista y la vida.
La Garganta del Diablo, el epicentro de las cataratas, bautizado así por una leyenda guaraní, es un imponente anfiteatro donde millones de toneladas de agua caen permanentemente desde casi 100 metros de altura, generando sonidos que inspiraron a los nativos a llamarla con nombre de demonio, aunque, en realidad, el destino que allí descubrí, que descubren miles de visitantes cada día, justifica que no hay felicidad más pura como la del mundo natural en que vivimos.
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